Lynch es uno de los directores que mejor entiende cuál es la naturaleza íntima del hecho cinematográfico: el onirismo. Entrar en una sala de cine es autoinducirse en un sueño hipnótico programado para durar alrededor de hora y media. Lynch lo sabe por eso convierte deliberadamente Carretera perdida en una pesadilla de trama y personajes inconexos (¿no juntamos en nuestros sueños personas que no se conocen entre sí?) dinamitando desde el punto de vista narrativo todas las convenciones espacio-temporales establecidas por el cine clásico americano y socavando desde el punto de vista ideológico la hipocresía de la sociedad puritana yanqui. Un 10 para Lynch.
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