Recientemente nos ha invadido una extraña ola de nostalgia de los años sesenta y setenta: Cuéntame, discos que se reeditan, nuevas versiones de canciones antiguas, remakes de películas o series, vuelven a salir los Madelman (aunque yo los recordaba más grandes, será que por entonces yo era niño), Incluso se ha hecho patente en mi mundo más íntimo, el de los comics: vuelven a salir aquellas historias de Vértice y Bruguera a través de la Biblioteca Marvel y demás reediciones, además, hay una tendencia de “regreso a los orígenes” en los tebeos que ya te cuento. Pero, ¿Qué hay de los años 80? ¿Aquellos que, aunque naciéramos en los setenta, debemos nuestros recuerdos más felices e inocentes a esa década? ¿Es que no tenemos derecho a la nostalgia? Por ello, llevado por la corriente nostálgica que invade nuestra sociedad, he optado por hacer un repaso de mi infancia. Sí, sí, os voy a contar mi vida.
Vale, vale, ¿Por qué tengo que usar esta página web para hacerlo? ¿Por qué no lo hago en www.cuentanostuspenas.com , por ejemplo? La respuesta es simple, porque yo soy un freaky. Sí, sí, un freaky. Si los que sois jóvenes y freakies os sentís incomprendidos, marginados por una sociedad que os teme y os odia, este sentimiento no hará más que extremarse con el paso de los años. ¿Independencia? ¡Ja! Cuando me casé, no esperaba que tuviera que volver a comprar los comics a hurtadillas, leyéndolos a escondidas para que mi esposa no me dijera aquello de “¿Todavía sigues comprando tebeos?”. A veces creo que tuvimos el niño nada más para que yo pudiera ir a las librerías especializadas con la cabeza bien alta y decir “Buenos días, quisiera comprarle a mi hijo de cuatro años el X-Men, el Increíble Hulk, Bone, Spiderman, Sandman y la Liga de los Extraordinarios Caballeros”.
Por otro lado, me resulta imposible remontarme a un recuerdo remoto sin poder recurrir al ancla de los comics, las series de dibujos animados o las películas que se estrenaron por entonces.
Así que voy a comenzar a contar mis recuerdos más preciosos, nací en Sevilla, en 1972, por entonces, ponerle a un niño el nombre del abuelo era normal, así que, para mi desgracia, a mi hermano mayor le habían puesto ya el nombre de mi abuelo Antonio, por lo que optaron por el nombre que se había quedado libre, el de mi abuelo Gumersindo, que, además, llevaba años muertos cuando nací, por lo que nunca podré vengarme de él. Poco puedo decir de mis primeros años, porque lo cierto es que mi vida la empiezo a recordar a partir de los ocho, cuando entré en la década de los ochenta: la democracia era algo nuevo, se sufrió el último intento de golpe de Estado, se jugaron unos Mundiales de fútbol aquí, Maradona todavía era un modelo de comportamiento, un delgadísimo Miguel Bosé se vestía con un traje ajustado de Superman (y no me pidan que describa su baile), en los colegios de curas te pegaban cosquis, decir “titi” o “qué puro” era lo más innovador, el anuncio más polémico era el de “Fa” porque se veía lejanamente una teta, los muñecos eran juguetes y no delicadas piezas de coleccionistas, Tulipán aterrizaba sus helicópteros en mitad de los polideportivos para repartir mantequilla, podías jugar con pistolas de mixtos sin sentirte un futuro criminal pro – belicista, los cantantes infantiles cantaban canciones infantiles, las “cosas de mayores” tenían dos rombos, era imposible hacer zapping y los anuncios sólo interrumpían un par de veces las películas.
Al lector contemporáneo de capital le parecerá impensable, pero es cierto, por entonces, al menos en Sevilla, no había ninguna librería especializada. Lo más parecido que teníamos era una librería de ocasión que se llamaba Codesal, recuerdo que la llevaba una mujer con acento norteño. Era un establecimiento amplio (tan amplio que hoy la han sustituido una inmobiliaria, una pescadería y un bazar) donde se vendía de todo, desde novelas de bolsillo de Corín Tellado o Estefanía (estas últimas, pese al nombre, eran del Oeste y, por cierto, algunas no eran recomendables para niños ni para ¡mujeres!), clásicos juveniles de Julio Verne, clásicos literarios adaptados para los niños (no me pregunten cómo hicieron para censurar la Celestina), libros religiosos (catecismos, Biblias Juveniles, hagiografías) y, en un mueble bajo y larguísimo, comics de todo tipo. La dueña los ordenaba temáticamente: de superhéroes, de humor, de niñas, recortables (que estaban en la misma estantería), de Disney...
Los viernes por la tarde íbamos toda la familia a comprar tebeos (porque así es como los llamábamos) y recuerdo que a los ocho años pude comprar mi primer tebeo: era un tebeo de Superman de la editorial Novaro. Todo empezó cuando quedé hipnotizado por uno de esos tebeos. En la portada aparecía Superman de rodillas, con el traje hecho trizas y ¡sin capa! Frente a un anciano con una enorme barba blanca y con un bastón. ¡Superman se enfrentaba a Dios! (sí, bueno, hay que aclarar que a mí me metieron en un colegio de curas, así que la religión la tenía presente siempre, de hecho, cuando por las noches rezaba, me iba a un extremo de la cama para dejarles sitio al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo). “Mamá” grité mientras corría con el tebeo en la mano “cómprame este tebeo, por favor, mira, Superman se enfrenta a Dios”.
-¿Cómo que se enfrenta a Dios? -Pero no te preocupes, al final gana Dios, ¿No lo ves en la portada? Pero mi madre no me lo compró, por entonces estaba castigado por las pésimas notas que había sacado. Intenté sujetarme a un clavo ardiendo y le dije: - Pero mamá ¿No recuerdas que el hermano Secundino dijo que yo necesitaba leer más? - Tienes razón –dijo pensativa- pero no te compraré ese tebeo, no hasta que te sepas la tabla de multiplicar.
Entonces se fue a las estanterías de libros juveniles y me compró uno de Julio Verne “Dueño del mundo” de la editorial Bruguera. Mi desilusión no tenía límites, aunque me consoló que el libro tuviera una página de cómic cada tres contándote lo que había sucedido entre todas aquellas letras. Supongo que ella intentó compensar de esta manera, no obstante, Julio Verne se convertiría en una fortísima referencia literaria para mi infancia.
Puse el tebeo de Novaro en su sitio con una pena teatral (un último recurso infantil) y me quedé esperando alrededor a ver si lo compraba mi primo Gregorio (sí, la verdad es que mi familia tenía mala leche con los nombres, si no, que se lo pregunten a mi otro primo Estanislao) que, de paso, era la principal fuente de lectura de cómic durante mi infancia, juventud y, aún hoy en día. Pero nada, él prefirió comprarse uno de Bruguera de Spiderman.
Tenía que comprarme ese tebeo, del siguiente viernes no escapaba. Durante toda la semana ahorré (sensación nueva para mí), todas las pesetas (que por entonces tenían más valor). Tenía, claro está, la opción de estudiar la tabla de multiplicar pero, para qué engañarnos, me resultaba menos sacrificado juntar las pesetas de las chucherías (quedarme sin quicos ni huevos fritos) y mirar debajo de la lavadora o dentro del sofá-cama del salón. Al final, conseguí las 25 pesetas que necesitaba para comprarlo. Hice un poco de trampas, le pedí a mi madre dinero de más para una goma de borrar y así, ese viernes, tenía ya dinero suficiente para comprarme el tebeo.
Fui aquella vez con mi tía para evitar la vigilancia maternal y, finalmente, a la estantería de los tebeos. Busqué el tebeo por todas partes y no lo encontré por ninguna. Alguien lo había comprado. Aprendí la primera lección de un coleccionista de cosas que venden y son escasas: esconde lo que no puedas comprarte en ese momento. Me tuve que conformar con un tebeo donde Luisa, Jaime y Superman se enfrentaban a un tío que estaba hecho de radiactividad o algo así y que al final era engañado no sé cómo. Del tebeo Superman contra Dios jamás supe nada y me quedé con las ganas de saber de qué iba la historia. No obstante, ya desde niño, aprecié ese cómic suplente como el fruto del esfuerzo de toda una semana ahorrando el dinero de las chucherías, registrando la casa o engañando... lo que para un niño equivale a una semana de duro trabajo. El tebeo se convirtió en mi primer tesoro, lo cuidé con esmero y cariño durante mucho tiempo, hasta que lo rompió mi primo chico. El muy cabrón.
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